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De Ankara a Niza


 

 

 

       Tenía uno pensado escribir en exclusiva acerca de la masacre de Niza, cuando, anoche, con esta costumbre mía de la radio, escucho en directo las explosiones de Ankara: asonada militar fracasada que se ha saldado con 200 muertos al menos. Inevitablemente, me viene a las mientes la nuestra, la del 23-F de Tejero, que también viví en riguroso directo por la radio, ¡atemorizado por ser lector de El País!, y que se saldó con un espectacular resultado: cero muertos. Los militarotes, que siempre fueron muy aficionados a resolver estos asuntos con un buen fusilamiento, en aquella ocasión lo arreglaron de la forma más dignísima: los cabecillas serían condenados a muchos años de prisión, y una vez cumplida su pena, se fueron muriendo muy dignamente en sus casitas, ya ancianitos; de los actores principales sólo queda vivo el teniente coronel Antonio Tejero, ya anciano también, rodeado de nietos, como Dios manda. Dos veces ha salido ya a relucir la dignidad, pero falta una tercera: con aquella civilizada manera de resolver el asunto, el pueblo español entero, usted y yo incluidos, quedamos dignificados para muchos años. Los fusilamientos, por mucho honor militar que se les eche encima, no dejan de ser una cosa muy salvaje.

       Pero volvamos a Niza, al Paseo de los Ingleses que tanto pateé aquella vez que estuve, uno de los lugares más bellos por donde uno pueda dejarse llevar con las manos en los bolsillos. Por eso me resulta mucho más increíble lo sucedido la otra noche: esa horrenda carnicería perpetrada por un loco, con locura yihadista o de la otra (el yihadismo no es sino una forma de locura inducida por un dios que algún día tendrá que responder por ello ante el Dios Verdadero). A la mañana siguiente, al presidente del gobierno en funciones, Rajoy, le falta tiempo para hacer una declaración en la que ofrece a Francia toda la cooperación de España para luchar contra el terrorismo. Ahí te quería yo ver.

       Hace un mes justamente, camino de La Bretaña, en un indicador de carreteras me encuentro de sopetón con un nombre que nada más verlo me dispara todas las alarmas de la memoria de la tristeza: Bidart. "Cae la cúpula de Bidart", titularon eufóricos todos los informativos, 1992. No era para menos. En efecto, un caserío de dicho lugar fue el santa sanctorum desde el que la eta dirigió las operaciones que inundaron España de muerte y dolor. Preguntado un lugareño, de Bidart, sobre el particular, lo recuerdo a la perfección, su respuesta no pudo ser más significativa: "¿Qué es la eta?". Aquella contestación nos da idea, al menos a mí, de cuál fuera durante años la actitud de Francia hacia los terroristas vascongados. Cuando lo de Bidart, la eta ya llevaba a sus espaldas más de seiscientos muertos, miles de heridos, miles de familias destrozadas (pongan seiscientos cadáveres uno junto a otro y lo entenderán mejor). Y los franceses, como el que oye llover. Para mayor abundamiento, en tiempos del tío más perverso del mundo, Valéry Giscard d'Estaing (le siguen en perversidad dos españoles: Pujol y Arzalluz), a los etarras no sólo no se les perseguía, sino que más de uno recibió tratamiento de refugiado político. Para matarlos (a los franceses).

     ¿Que a dónde quiero llegar? Que la eta se acabó en cuanto Francia decidió colaborar.  

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