Cuando me
enteré de la paliza a los guardias civiles en Navarra, lo primero que se me
vino a la cabeza fue un atentado acaecido durante los sanfermines, posiblemente
porque fui ‘testigo’ tangencial de sus trágicas consecuencias:
Uno por
cada lado, los pistoleros introdujeron sendos brazos en el coche y dispararon a
bocajarro. En el radiocasete, ajeno a la tragedia, José Luis Perales siguió a
lo suyo. Dos días después, fui requerido como médico de urgencias para atender
a la jovencísima y palidísima viuda de uno de los guardias civiles acribillado,
la cual no dejaba de apretar contra su pecho a su marido muerto en la portada
de un diario: “Si no dejas de llorar, te quitamos el periódico”, le dijo
alguien. Pobrecita niña. “Los terroristas llevaban al cuello el pañuelo de los
sanfermines”, dijeron en la radio. Y aquello, lo de los pañuelos, fue la causa
de que, el año pasado, de visita en Pamplona, al pasar por la delegación de Hacienda
de dicha ciudad, comenté a mis acompañantes: “Por aquí debieron matar a los dos
guardias civiles”. Pero resulta que no: buscando información, me entero de que aquello
aconteció en las inmediaciones de la delegación de Hacienda de San Sebastián,
de cuya vigilancia estaban encargados los desgraciados muchachos, julio, 1985.
Para el
cometido de este escrito, habría dado lo mismo una ciudad que otra. Pero no me
fue difícil ‘rectificar’: fueron tantos los guardias civiles asesinados de dos
en dos por el terrorismo etarra, que hubiera sido excepcional no encontrar
‘algo’ en Navarra. Helo aquí: “Dos guardias civiles fueron asesinados en la
mañana de ayer en Pamplona, cuando se encontraban cumpliendo su misión de
vigilancia en el interior del edificio Centro de Correos”. Mayo, 1985.
Es que la paliza
fue en Navarra, ya digo. Como saben, la semana pasada, en un bar de Alsasua, dos
guardias civiles, acompañados que iban de sus mujeres, recibieron una brutal
paliza a manos de una horda enardecida, a consecuencia de lo cual, uno de ellos
hubo de ser operado de fractura de tobillo. Nada más lejos de mi intención que
querer restar importancia a tan execrable acción, pero no me digan que la
paliza con resultado de fractura no es una nimiedad al lado de los sucesos
descritos, y al lado de tantos guardias asesinados: más de doscientos. Por eso
digo lo de ‘bendita’ paliza. Si preguntásemos a los padres (“huérfanos de
hijo”: Luis Rosales), a las viudas, a los huérfanos (de padre), qué opinan
sobre el suceso, su respuesta sería muy parecida a ésta: que el tobillo roto lo
hubieran querido ellos para sus difuntos. Eso por una parte. Por la otra: que
no ha dejado de sorprenderme recordar que ni lo de San Sebastián, ni lo de
Pamplona, ni tantos guardias enterrados de prisa y corriendo, merecieron en los
medios de comunicación una ínfima parte del tiempo que han dedicado las
tertulias a la ‘multitudinaria’ paliza (por supuesto, ni comparación con el
tiempo dedicado al lío ése de la real federación española de boxeo
socialista/abstencionista, o como se llame).
“Delito de
odio”, ha dicho sobre el particular el ministro del Interior. Qué brutalidad,
señor Fernández. Parece usted el Willy Toledo de la parte contraria. Entonces,
¿cómo habría que calificar a los asesinatos? ¿Delito de qué, ha dicho usted?