Publicado en HOY el 19/8/17
Un
artículo de “matiz veraniego”, me pide Juan Domingo Fernández, mi buen amigo.
Helo aquí.
“La del alba sería cuando don Quijote salió de la venta tan contento…” Si no tan contentos como don Alonso, cuando la primerísima y azulada luz del alba quiso empezar a despuntar, mi madre y yo llevaríamos andando cerca de media hora, lo que quiere decir que hubimos de salir en plena noche cerrada: no guardo memoria de la luna. Lo recuerdo perfectamente, porque, al llegar a la altura de una huerta, como a media legua del pueblo, me dijo: “Mira hijo, qué peras tan hermosas. ¿Por qué no saltas y coges algunas?”. Yo, que siempre fui un niño temeroso, le dije: “¿Y si me ve alguien robando?”. Difícilmente hubiera podido vernos nadie: era casi de noche y éramos los únicos habitantes del planeta. Justo al fondo del peral, estoy viendo la más tenue ración de luz que da comienzo a un amanecer. Yo no tendría más de ocho años; mi madre, veintitrés más.
Me lo dijo la noche anterior: “Hijo, mañana
te tienes que venir conmigo a espigar, que a las vecinas no le conviene a ninguna”
(mi padre andaba todavía en la siega). Un poco por la novedad y otro poco
porque nunca fui un niño desobediente, acepté sin rechistar. Y en plena
madrugada, me despertó mi madre (entonces, el horario iba una hora adelantado
respecto del actual).
Total, que un rato después de lo del peral,
ya estábamos en el corte, cada uno con un morral atado a la cintura, recogiendo
espigas de trigo: era trigo (Varios siglos después, en el museo d’Orsay, Paris,
cuando me topé con “Las espigadoras”, no pude reprimir un emocionado estremezón:
creo que hasta se me abrasaron los ojos.) Y así, bajo un sol egipcio, de primeros
de julio, fuimos recogiendo las espigas que días atrás habían ido cayendo de
las manos benditas de los segadores: una aquí, otra allá, otra acullá.
Fue el caso que, cuando yo ya andaba mitad
cansado, mitad aburrido (más lo segundo que lo primero), precedido por el
agradable tintineo de las campanillas, vimos aparecer en lontananza un rebaño
de ovejas que venían haciéndonos la competencia, ya me entienden. “Van a
acarrarse”, comentó mi madre, sin levantar la cabeza del rastrojo. “Buenos
días. ¿Qué hora tiene usted?”, preguntóle al pastor. Yo, por el muchísimo
tiempo que llevábamos en la labor, pensaba que iba a decir “las doce”, por lo
menos; mas cuando el buen hombre nos dijo “son las nueve”, no me lo podía creer.
Acostumbrado a levantarme en vacaciones no antes de a las diez, después de
tantas horas de sol, se pueden imaginar cómo iba mi reloj biológico (ni sabía
que lo tenía): como un caballo desbocado. (En el transcurso de las glaciaciones
de mi vida, aprendería que la vivencia del tiempo es mucho más lenta en el niño
que en el adulto -¿alguien me puede explicar por qué?-, y no digamos que en el
viejo, al respecto de lo cual, diría un genio, Borges: “En la infancia, un día
es como una semana; en la vejez, una semana es como un día”. Así que calculen.)
“¿Cuándo nos vamos?”, pregunté refunfuñando a
mi madre. “Cuando llenemos los sacos”. Un saco grande y otro chico, en donde
íbamos vaciando los morrales. Cuando vi lo mucho que nos faltaba, me llevé otro
buen sofocón (el primero fue cuando el pastor
nos dijo la hora); de modo y manera que, a partir de entonces, lo único
que saliera de mis labios fue un lamento continuado, que no sé cómo mi madre lo
pudo aguantar: “¡Vámonos ya! ¡Vámonos ya! ¡Vámonos ya!”.
Y así, luego de muchos lloros y ninguna
lágrima, poco después de las doce, que dieron en el reloj de la plaza, entrábamos
en el pueblo, sendos sacos de espigas a la cabeza: mi madre el grande; yo el
chico, claro está.
¿Que por qué he elegido aquel día? ¡Por el
amanecer! Nada más. Ya sé que el personal valora mucho los atardeceres (Pessoa
dice que todos son iguales), pero yo les voy a decir una cosa: nada comparable
al nacimiento de un nuevo día. Alguien se preguntará que cómo es posible que yo
haga un mundo de un hecho vivido a tan temprana edad. Muy sencillo. “Las cosas
no son como las vemos, sino como las recordamos” (Valle-Inclán), y aquel
amanecer lo tengo para mí como el más bello espectáculo cósmico que se me haya
dado contemplar/vivir/recordar.
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Amigo Juan Domingo: en esa ilustración que
tenéis pensado poner, a mí me gustaría que me pusierais el referido cuadro de
“Las espigadoras”.
Un abrazo.