Aunque
pueda parecerlo por el título, no voy a hablar del gran Rodríguez de la Fuente:
“Amigo Félix, cuando llegues al cielo, amigo Félix, hazme sólo un favor,...”,
etc. Hoy voy a hablar de otro Félix, el Rodríguez de la Fuente de la Cardiología,
sí: Félix Palomino Márquez (por cierto, el celebérrimo naturalista también era
licenciado en medicina). A cuento de qué, semejante comparación. Está
clarísimo. Si yo tuviere que unir el nombre del Félix burgalés a una palabra, la
primera que se me vendría a la cabeza es “apasionamiento”. Pues bien, ésa es
precisamente la que pondría junto al nombre del otro Félix. Lo suyo fue una
pasión continuada por la cardiología y, por ende, una dedicación que no ha
cesado hasta sus últimos días, acabados esta semana.
Ni que decir tiene que cualquier cardiólogo,
por el hecho de serlo, se sabe de sobra el libro del corazón. Pero Félix no
sólo se lo sabía de memoria (sus charlas destilaban una sabia maestría), sino
que, a sus muchos saberes unía algo que le hacía especial: una gran capacidad
de comunicación, así como un trato amable, afable, cordial, sencillo, cercano
al paciente, sea cual fuere su edad y condición. Con esos/esas mimbres, el
resultado no podía ser otro, claro: el Rodríguez de la Fuente de la Cardiología.
Mas no sólo con el paciente. Para nosotros los colegas era un privilegio: siempre
le teníamos a mano y jamás tuvo una mala palabra, una mala cara, un mal gesto:
a cualquiera hora, en cualquier lugar. Todo lo contrario: era tal su dominio de
la situación, que siempre nos atendiera con dos mil amores. “Si me lees, te
leo”, se dicen los noveles poetas, sacando cada uno su papel del bolsillo. En
el caso de Félix, él era el único poeta: más de una vez presencié cómo los
médicos no expertos en el tema (yo mismo), sacando del bolsillo un papel
plegado, le decían: qué te parece este electrocardiograma. Leí una vez en un prólogo
de un libro de Medicina (¿el Harrison?), que el médico debiera tener una ‘mirada’
permanente de médico. Pues bien, eso se cumplía a la perfección en Félix: con
él, todos los caminos conducían a Roma, a su Roma, o sea, a la cardiología, así
se estuviese hablando de la última dinastía del antiguo Egipto, que no sé qué maña
se daba.
Félix se nos ha ido, pero no todo se ha
perdido. Dice Paul Davis, extraordinario
científico: “Usted está integrado por mil millones de átomos, algunos de
los cuales pertenecieron en tiempos a Jesucristo, o a Julio César, o a Buda, o
al árbol bajo el cual se sentó una vez Buda”. Pues bien, hablando de átomos y
de árboles: nuestro amigo dejó dicho que sus cenizas fueran depositadas junto
al árbol que un día plantase con la ayuda de su nieto. ¿Se imaginan los
millones de átomos de Félix que ascenderán por sus ramas? Será el árbol que más
cardiología haya sabido jamás. Así que ya sé yo adónde acudir si alguna vez
tengo una dolencia cardíaca: me abrazaré al árbol hasta sentirme curado. Y si
no me curo del todo, me iré en busca de Raquel, la hija cardióloga que Félix
nos ha dejado en herencia. Es que ese hombre pensaba en todo.