Permítanme que, tal que dijera Brice
Echenique, antes de empezar a hablar, les dirija unas palabras. Hubo una época
en que mi vida estuvo presidida por la santísima trinidad laica, tres de los
hombres más odiados, vilipendiados, zaheridos, por buena parte del personal:
uno por lo militar, los otros por lo civil. Pero no andaba yo muy equivocado. Al
primero, le dieron el Cervantes y el Príncipe de Asturias; al segundo, una
señora le gritó ¡eres dios!, desde la “summa cavea”, memorable y reciente noche
del teatro romano de Mérida (¡el Princesa de Asturias, ya!); y el tercero,…
Si les digo que, a tenor del asunto catalán,
crónica de una agonía largamente anunciada, llevaba semanas esperando el
momento de hincarle el diente a este artículo, no se lo van a creer. Pero mira
tú por dónde, cuando más ‘desajeno’ estaba, llega el ‘tercero’, quién va a ser,
Alfonso Guerra -ah, tiempos en los que, por provocar un poco, me prosternaba de
hinojos ante el televisor, cada vez que aparecía Alfonso, se lo juro-, les
decía que de pronto, llega Alfonso y con un artículo de los suyos (Tiempo), me
da hecho el mío: “El resultado más importante de la juerga separatista tiene
dos vertientes, una negativa, la otra positiva. Han dividido a la sociedad
catalana; y han logrado reconciliar a los españoles (incluida la izquierda sin
adjetivos) con su bandera y con el nombre de España”. De una pieza me quedé: ¡el
nombre de España!
Es que, con esto de Cataluña, ha vuelto a
escucharse mucho lo del Estado Español. Los separatistas, como no pueden ver a
España ni en pintura, le niegan incluso el nombre: el Estado le llaman, en versión
corta, o el Estado Español, en la versión larga. Talmente que hiciera la
izquierda, desde la Santa Transición (así lo escribía el ‘primero’, Umbral,
claro), hasta nuestros días. Y no digamos el trato vejatorio a la bandera
verdadera: ¡todo el día con la republicana a cuestas! Por aquel entonces, escribí
un artículo, nihil novum sub sole, en el que les preguntaba a los susodichos:
¿de dónde rayos viene la palabra Español, so tontos? Lo cual que, cada vez que
escuchaba lo de Estado Español, me ponía como una pantera. Si este imbécil
–decía yo a la vista del imbécil de turno- fuese francés, ¿diría l´État
Français? Lo matarían, ipso facto. Y si fuese argentino, como Pablo Echenique,
perdón Etxenike (ya le gustaría), ¿diría Estado Argentino? Anda ya.
Lo
cierto y verdad es que aquella moda repulsiva (a mí, me resultaba repulsiva),
no ha terminado hasta hace cuatro días, gracias a la “juerga separatista”: miles
de banderas en los balcones, ondeando a los acordes del bello nombre de España.
No obstante lo cual, además de los irremediables nacionalistas, aún queda algún
recalcitrante suelto, un suponer, el bueno de Julio Anguita, que, o mucho me
equivoco, o no ha pronunciado la palabra España en su vida. He dicho bueno y
así lo creo, pero con una bondad profética de otros tiempos, que así lo recoge el
‘segundo’, Sabina, por supuesto (¡”un pensador”, dice de él José Luis Perales!),
en un rap enciclopédico: “Y qué vas a hacer,/ ¿votar al Califa?/ Desengáñate,/
será muy honrao,/ no digo que no,/ y
trabajador,/ y pico de oro,/ pero desfasao,...” Pues eso.
¡Viva España!