REFLEXIONES EN EL TUBO
Agapito Gómez Villa
Quítese la ropa y póngase ese batín y esas calzas. Ya estoy, señorita. Momentos después me encontraba encerrado en el tubo de la RMN: Resonancia Magnética Nuclear. Estos tapones son para el ruido de la máquina. La prueba dura una hora. ¡Una hora metido aquí, sin poder ni siquiera rascarme!, me digo. Ya está: aprovecharé para escribir el artículo del domingo (el artículo hay que tenerlo antes en la cabeza).
De modo que esto consiste en hacer ‘bailar’ de otra manera los protones que andan sueltos en el interior de mis células, que al ser sometidos a un campo magnético, propician la obtención de imágenes muy precisas de los tejidos. Bendito sea por siempre el señor que inventó este aparato. Quién me iba a decir a mí que una de las partículas subatómicas que estudiásemos en el bachillerato, protones, neutrones y electrones, serviría un día para esto. (Más tarde se descubrirían otras 'más' elementales, pero las dejamos para otra ocasión.) Lo verdaderamente fabuloso, no obstante, es que, según el libro que me acabo de beber, los protones que en este instante están sirviendo para estudiar mi cuerpo, se formaron unos microsegundos después de la Gran Explosión (Big Bang para iniciados) que hace trece mil setecientos veinte millones de años dio origen al universo. ¡Madre mía que estás en el cielo! No me digan que no es para enloquecer de asombro ante semejante maravilla. (Aclaración: el libro referido, “La historia más bella del mundo”, es un impagable tesoro de la divulgación científica, a cargo de tres sabios franceses: un astrofísico, un biólogo y un antropólogo; en el mismo, se abordan con prodigiosa lucidez las tres grandes incógnitas de la existencia: el origen del universo y su evolución, la aparición y evolución de la vida, y el advenimiento de la inteligencia consciente. Tiene tanto valor dicha obra, que la acabo de encerrar bajo siete llaves en la caja fuerte de mi cerebro, no sea que alguien intente robármela.)
Y así, mientras la poderosa máquina magnetizaba y retrataba mis interiores, fueron pasando miles de millones de años: de la formación de los protones, al tubo en el que hago estas reflexiones.
Saque un brazo, que le voy a inyectar un contraste, me dice con suma amabilidad la amabilísima enfermera. De qué es el contraste, señorita. De gadolinio. ¡Madre mía que sigues en el cielo! El gadolinio lo estudié yo en preu, cuando aprendiésemos la “tabla del sistema periódico”, ese hito de la ciencia. Ya no me acuerdo en qué columna estaba, pero sí que era un átomo gordo, con muchos protones, muchos neutrones y muchos electrones, de los que se forman en el interior de ciertas estrellas cuando se van muriendo, y que al final acaban explotando en un formidable resplandor cósmico, las supernovas, esparciendo sus cenizas atómicas por las vertiginosas inmensidades siderales, y cuyos componentes, obedientes a la gravitación universal que 'inventase' el gran Newton, se van amontonando, eones tras eones, para acabar formando, al cabo, planetas como la Tierra. Uno de aquellos elementos, el gadolinio, me lo acaban de inyectar en una vena para mejorar las imágenes de la danza magnética de mis protones. ¡Me muero de asombro!
Hemos acabado; levántese con cuidado. Gracias, señorita: ya tengo el artículo hecho. Qué dice usted. No, nada, cosas mías.
Agapito Gómez Villa
Quítese la ropa y póngase ese batín y esas calzas. Ya estoy, señorita. Momentos después me encontraba encerrado en el tubo de la RMN: Resonancia Magnética Nuclear. Estos tapones son para el ruido de la máquina. La prueba dura una hora. ¡Una hora metido aquí, sin poder ni siquiera rascarme!, me digo. Ya está: aprovecharé para escribir el artículo del domingo (el artículo hay que tenerlo antes en la cabeza).
De modo que esto consiste en hacer ‘bailar’ de otra manera los protones que andan sueltos en el interior de mis células, que al ser sometidos a un campo magnético, propician la obtención de imágenes muy precisas de los tejidos. Bendito sea por siempre el señor que inventó este aparato. Quién me iba a decir a mí que una de las partículas subatómicas que estudiásemos en el bachillerato, protones, neutrones y electrones, serviría un día para esto. (Más tarde se descubrirían otras 'más' elementales, pero las dejamos para otra ocasión.) Lo verdaderamente fabuloso, no obstante, es que, según el libro que me acabo de beber, los protones que en este instante están sirviendo para estudiar mi cuerpo, se formaron unos microsegundos después de la Gran Explosión (Big Bang para iniciados) que hace trece mil setecientos veinte millones de años dio origen al universo. ¡Madre mía que estás en el cielo! No me digan que no es para enloquecer de asombro ante semejante maravilla. (Aclaración: el libro referido, “La historia más bella del mundo”, es un impagable tesoro de la divulgación científica, a cargo de tres sabios franceses: un astrofísico, un biólogo y un antropólogo; en el mismo, se abordan con prodigiosa lucidez las tres grandes incógnitas de la existencia: el origen del universo y su evolución, la aparición y evolución de la vida, y el advenimiento de la inteligencia consciente. Tiene tanto valor dicha obra, que la acabo de encerrar bajo siete llaves en la caja fuerte de mi cerebro, no sea que alguien intente robármela.)
Y así, mientras la poderosa máquina magnetizaba y retrataba mis interiores, fueron pasando miles de millones de años: de la formación de los protones, al tubo en el que hago estas reflexiones.
Saque un brazo, que le voy a inyectar un contraste, me dice con suma amabilidad la amabilísima enfermera. De qué es el contraste, señorita. De gadolinio. ¡Madre mía que sigues en el cielo! El gadolinio lo estudié yo en preu, cuando aprendiésemos la “tabla del sistema periódico”, ese hito de la ciencia. Ya no me acuerdo en qué columna estaba, pero sí que era un átomo gordo, con muchos protones, muchos neutrones y muchos electrones, de los que se forman en el interior de ciertas estrellas cuando se van muriendo, y que al final acaban explotando en un formidable resplandor cósmico, las supernovas, esparciendo sus cenizas atómicas por las vertiginosas inmensidades siderales, y cuyos componentes, obedientes a la gravitación universal que 'inventase' el gran Newton, se van amontonando, eones tras eones, para acabar formando, al cabo, planetas como la Tierra. Uno de aquellos elementos, el gadolinio, me lo acaban de inyectar en una vena para mejorar las imágenes de la danza magnética de mis protones. ¡Me muero de asombro!
Hemos acabado; levántese con cuidado. Gracias, señorita: ya tengo el artículo hecho. Qué dice usted. No, nada, cosas mías.