ATAPUERCA Y EL CINE
Agapito Gómez Villa
Muchos se lo venían preguntando tiempo ha: ¿cómo es posible tantísimo festival de cine?
Festival de cine de Cáceres, los San Pancracio; festival de Valladolid, la Seminci; festival internacional de cine de Gijón; festival de cine fantástico de Sitge; festival de cine de terror de no sé dónde; festival de cine Iberoamericano de Huelva; festival de cine de San Sebastián; festival de Málaga y la apoteosis de Guillermo del Toro... Gala de los Goya, en fin. Lo difícil es encontrar no ya una ciudad, sino un pueblecito de la geografía patria que no tenga su certamen. Si nos abriésemos al mundo, necesitaríamos una semana, al menos, para completar la relación: Londres, Berlín, Venecia, los Óscar,... y Cannes, que es la guinda del pastel, la joya de la corona, digan lo que digan los americanos con su cine para niños de doce años, según Woody Allen.
No existe ninguna otra manifestación artística en la que sus intervinientes, actores, directores, productores, se estén celebrando constantemente los unos a los otros. ¡Y premiándose!, que parece que hubiesen hecho suyo el mandato cristiano, pero cambiando el verbo: "Premiaos los unos a los otros, etc." Ni en la pintura, ni en la música, ni en la arquitectura existe algo parecido, ya digo.
La reflexión subsiguiente resulta inevitable, a saber: se las ve y se las desea uno para encontrar una película aceptable que llevarse a la boca (una docena por año, como mucho, nacionales y extranjeras, ¿o no?), lo que quiere decir que el resto, si no es pura vulgaridad, le anda rozando. Entonces, ¿qué coños es lo que premian con tanto jolgorio?
Llegados a este punto, estoy en condiciones de desvelar el secreto del asunto. El descubrimiento se acaba de producir en Atapuerca, en la mandíbula petrificada de un homo sapiens sapiens. No es que el fósil haya sido descubierto recién, no. Lo novedoso ha sido la técnica empleada: una nueva modalidad, lo último de lo último, de estudio y reconstrucción del material genético de nuestros ancestros. En efecto, secuenciado con una perfección jamás lograda el ADN de la mandíbula de aquel homo -aquí viene la bomba-, se ha identificado un gen (el gen CP, luego diré por qué ese nombre), que los investigadores relacionaron de inmediato, por la función de otros genes vecinos, con la afición de algunos individuos a contemplar sombras en movimiento. Poco tardaría uno de los antropólogos en hacerse la siguiente reflexión: ¿no será este gen el sustrato genético (gen 'responsable' diría un analfabeto) de la afición por los festivales de cine de nuestros contemporáneos? Debemos seguir escarbando. A los pocos días, en las inmediaciones de la mandíbula encontrarían la prueba definitiva, una estatuilla cuyo parecido con la que entregan en los Goya era indubitable, clara demostración de que en Atapuerca hubo festivales de sombras vivientes! Lo siguiente se lo pueden imaginar: ¿por qué no comparamos este ADN con el de una veintena de personajes del cine? He aquí el resultado: en todos ellos aparece el gen CP: C de cine; P de premio. Como se suponía, dicho gen no aparece ni en pintores, ni escultores, ni músicos, ni escritores.
He ahí, en rigurosa primicia, la explicación de tanto festival cinematográfico: no lo pueden remediar; lo llevan en la sangre, o sea, en los genes. Aunque lo presentado sea pura bazofia.