Con
lágrimas en los ojos se ha ido Iniesta. Más tendría que haber llorado, que por
muchas lágrimas que derramase, nunca igualase los litros que nos ha hecho verter
a los madridistas. “Tira para Barcelona”. Con esa frase se inicia una afrenta
de veintidós años, que se dice pronto. Tributario, por razones geográficas, del
campo gravitatorio del Real Madrid, un buen día, Andresito se presentó con su
padre en las instalaciones del equipo blanco. Resultado: el invidente de turno
cometió lo que para mí es el mayor error del equipo más laureado de la historia:
Iniesta no fue admitido. Entonces fue cuando, llorando como el niño que era, pronunció
aquellas históricas palabras: “Tira para Barcelona”. Lo demás ya es conocido.
Para más inri, en el Barça se encontraría
con un tal Chavi, con el acabaría formando la mejor pareja de centrocampistas
que jamás viesen los siglos. Añádanles ustedes a Messi y tendrán la santísima
trinidad del balón. Como es sabido, en la Trinidad de verdad, cada integrante
de la terna es Dios, pero no me negarán ustedes que no hay alguno más Dios que
otro. Pues lo mismo en el caso que nos concierne: “Messi es el mejor, pero
Iniesta es el que mejor juega”, Riquelme dixit.
En fin, que con esa cruz hemos tenido que
cargar los madridistas durante veintitantos interminables años, ya digo, que se
pueden imaginar las cáscaras que uno echaba por la boca cada vez que el Barça
nos mojaba la oreja, aquel 0-6, aquel 6-0 y otras muchas humillaciones. Es que
no era sólo el sufrimiento por las derrotas: era además el dolor añadido de ver
a un jugador que pudo haber sido nuestro, convertido en ingeniero-jefe del
enemigo. Ah, y menos mal que siempre celebrase los goles, propios y ajenos, sin
estridencias, o sea, sin esas enloquecidas celebraciones que otros se gastan
cuando le marcan un gol al Madrid, que ésa es otra. (Sólo lo recuerdo
enloquecido tras marcar el gol del mundial, cuando el “Iniesta de mi vida” del
gran Camacho.)
Es que resulta poco menos que imposible
encontrar a un futbolista más mesurado, más comedido (dentro y fuera del campo)
que Andrés Iniesta. Jamás una patada/palabra más alta que otra, que se pueden
contar con los dedos de una oreja (loor al gran Perich) las tarjetas que le han
sacado en toda su vida, injustas todas, claro. Dice Sabina (a mejorarse, amigo)
refiriéndose al rey viejo: “Pero, la verdad, no es un Castelar, ni lo tiene que
ser, oye, es un Borbón, ¿pa qué quiere más?”. Pues lo mismo con Iniesta: ¿qué
necesidad tiene Andrés de hablar como Valdano? Ninguna. Los futbolistas, como
los toreros, tienen que hablar en el terreno de juego. Y en ese aspecto, nadie
ha hablado mejor que él.
En su pueblo le han erigido una estatua, en
la que más que futbolista parece un santo (igualito que uno del retablo de mi
pueblo), a la vista de la cual, se me ocurrió decir que bien podrían iniciar ya
los trámites para su canonización. ¿Recuerdan la parábola del rico Epulón? Pues
bien, convencido estoy de que Andrés no hará como Lázaro: seguro que en su día
acabará echándole una mano al técnico del Madrid que no lo admitió en la
cantera, que sólo por eso merece achicharrarse una larga temporada en el
purgatorio. No es para menos.