DE MÁSTERES Y TESIS
Agapito Gómez Villa
Hay que ver lo contento que se pone uno cuando la historia acaba comiéndole en la mano.
Siete años estuve en la escuela de mi pueblo (entonces íbamos a la escuela, no al colegio), en donde tuve buenos maestros y jamás escuché la palabra máster. Y eso que la enciclopedia traía de todo. Siete años estuve en el Instituto "El Brocense" de Cáceres, en donde fui alumno de media docena de excelentes profesores y jamás escuché la palabra máster. Y eso que más de uno pertenecía al benemérito cuerpo de catedráticos de Instituto, como lo fueran Antonio Machado, Gerardo Diego, María Zambrano,... o más modernamente, el gran ensayista José Antonio Marina (vaya desde aquí mi maldición apostólica al que decidió suprimir tal categoría profesional). Seis años estuve en Salamanca, en cuya facultad de medicina tuve la inmensa fortuna de ser alumno de un ramillete de extraordinarios maestros. Pues bien, en ese tiempo jamás escuché la palabra máster. Lo más que llegué a oír fueron las palabras tesina y tesis. A propósito de las tesis: haya plagiado o no Pedro la suya, lo que me hubiera extrañado mucho en una mente tan prodigiosa, las tesis que no son de tema científico (alguna convulsionó el mundo de la física atómica), se me antojan intrascendentes, irrelevantes, y la economía, Pedro, se hace con números, pero no es una ciencia.
Añádanle a lo anterior que ninguno de los sabios del mundo, Arquímedes, Descartes, Galileo, Copérnico, Kepler, Cervantes, Newton, Darwin, Einstein... habían cursado ningún máster; ni siquiera el gran Cajal lo precisó para el Nobel.
En ésas estábamos, cuando empiezo a escuchar la palabra máster, sin tilde al principio. Mi reacción ante la misma fue la de cualquier organismo vivo ante la presencia de una sustancia extraña: de rechazo instantáneo. Y así fui tirando, sin poder tragar el dichoso cursillito y lo que había detrás, a saber: que hubiese que pagar tanto dinero por ellos, cuando mi enseñanza universitaria fue prácticamente gratis. Hasta que un mal día, me tocó la lotería: "Padre, que tengo que hacer un máster". "Y eso cuánto vale". "Dieciocho mil euros". "Ya" (le he dicho a mi hijo que no se lo diga a nadie). O sea, que tuve que tragarme la cicuta masteriana. Pero jamás llegué a comulgar con aquella rueda de molino de origen extranjero, perdón, internacional.
Se imaginarán ustedes la alegría que me he llevado cuando ha estallado el escándalo de los másteres, o sea, la palmaria demostración de que dicho título es una basurilla (habrá excepciones, como en todo), que sólo sirve para que las universidades recauden dinero y para que cuatro políticos medradores/trepadores, al tiempo que semianalfabetos, añadan un renglón a su ridículo currículum. Al respecto les contaré lo que le contestó el mandamás de una universidad de Mánchester al administrativo que se atrevió a recriminarle que los másteres son un vergonzoso cachondeo: "Fíjese de dónde viene un gran porcentaje de nuestros ingresos".
El colofón se lo pueden suponer. Pues claro: yo que presumía de pertenecer a un colectivo donde no existen los másteres, me entero de que 'mi' exministra Carmen Montón tiene uno (obviemos la materia del mismo por pudor), a causa del cual ha sido destituida. Me alegro. Por haberse salido del redil. La historia, una vez más, acaba de comerme en la mano.
Agapito Gómez Villa
Hay que ver lo contento que se pone uno cuando la historia acaba comiéndole en la mano.
Siete años estuve en la escuela de mi pueblo (entonces íbamos a la escuela, no al colegio), en donde tuve buenos maestros y jamás escuché la palabra máster. Y eso que la enciclopedia traía de todo. Siete años estuve en el Instituto "El Brocense" de Cáceres, en donde fui alumno de media docena de excelentes profesores y jamás escuché la palabra máster. Y eso que más de uno pertenecía al benemérito cuerpo de catedráticos de Instituto, como lo fueran Antonio Machado, Gerardo Diego, María Zambrano,... o más modernamente, el gran ensayista José Antonio Marina (vaya desde aquí mi maldición apostólica al que decidió suprimir tal categoría profesional). Seis años estuve en Salamanca, en cuya facultad de medicina tuve la inmensa fortuna de ser alumno de un ramillete de extraordinarios maestros. Pues bien, en ese tiempo jamás escuché la palabra máster. Lo más que llegué a oír fueron las palabras tesina y tesis. A propósito de las tesis: haya plagiado o no Pedro la suya, lo que me hubiera extrañado mucho en una mente tan prodigiosa, las tesis que no son de tema científico (alguna convulsionó el mundo de la física atómica), se me antojan intrascendentes, irrelevantes, y la economía, Pedro, se hace con números, pero no es una ciencia.
Añádanle a lo anterior que ninguno de los sabios del mundo, Arquímedes, Descartes, Galileo, Copérnico, Kepler, Cervantes, Newton, Darwin, Einstein... habían cursado ningún máster; ni siquiera el gran Cajal lo precisó para el Nobel.
En ésas estábamos, cuando empiezo a escuchar la palabra máster, sin tilde al principio. Mi reacción ante la misma fue la de cualquier organismo vivo ante la presencia de una sustancia extraña: de rechazo instantáneo. Y así fui tirando, sin poder tragar el dichoso cursillito y lo que había detrás, a saber: que hubiese que pagar tanto dinero por ellos, cuando mi enseñanza universitaria fue prácticamente gratis. Hasta que un mal día, me tocó la lotería: "Padre, que tengo que hacer un máster". "Y eso cuánto vale". "Dieciocho mil euros". "Ya" (le he dicho a mi hijo que no se lo diga a nadie). O sea, que tuve que tragarme la cicuta masteriana. Pero jamás llegué a comulgar con aquella rueda de molino de origen extranjero, perdón, internacional.
Se imaginarán ustedes la alegría que me he llevado cuando ha estallado el escándalo de los másteres, o sea, la palmaria demostración de que dicho título es una basurilla (habrá excepciones, como en todo), que sólo sirve para que las universidades recauden dinero y para que cuatro políticos medradores/trepadores, al tiempo que semianalfabetos, añadan un renglón a su ridículo currículum. Al respecto les contaré lo que le contestó el mandamás de una universidad de Mánchester al administrativo que se atrevió a recriminarle que los másteres son un vergonzoso cachondeo: "Fíjese de dónde viene un gran porcentaje de nuestros ingresos".
El colofón se lo pueden suponer. Pues claro: yo que presumía de pertenecer a un colectivo donde no existen los másteres, me entero de que 'mi' exministra Carmen Montón tiene uno (obviemos la materia del mismo por pudor), a causa del cual ha sido destituida. Me alegro. Por haberse salido del redil. La historia, una vez más, acaba de comerme en la mano.