Yo sé que al personal mayoritario lo que más
le gusta son los temas relacionados con la política (el articulista que no
escribe de política es un don nadie), pero ustedes entenderán que,
parafraseando las escrituras, no sólo de política ha de vivir el hombre (¡y la
mujer¡), sino de todo aquello que crece en la viña del Señor, que es mucho.
A uno, partiendo de la egregia figura de
Celia Villalobos, que acaba de ser pillada en el Congreso comprando ropa, ‘tablet’
mediante (“hago lo que me da la gana”, ha respondido, con su finura habitual),
a uno, les iba diciendo, le habría sido muy sencillo dedicar esta columna a
ensalzar las inmarcesibles figuras de los/as últimos/as ministros/as de Sanidad
(Leire Pajín, Ana Mato, Alfonso Alonso, Carmen Montón, et al., además de la
ínclita Celia) y sobre todo poner de manifiesto el exquisito respeto que los
señores Aznar, Zapatero, Rajoy y Pedro Pablo mostraron hacia la ciudadanía a la
hora de hacer los nombramientos. Gracias, señores, por tanta amabilidad. Que os
coma la mano un guarro, hubiera dicho mi amigo Lorenzana, q.e.p.d. Aquí entre
nosotros: si Celia y Leire fueron ministras de Sanidad es porque, transferidas
que están todas sus competencias, ese ministerio sobra. ¡Fuera con él, ya! O
mejor, ¡fuera transferencias sanitarias¡
En fin, que con lo precedente me hubiese
quedado una columna redonda. Pero yo no podía pasar por alto algo muy
llamativo: lo de la primera ministra de Nueva Zelanda, que el otro día se
presentó en la ONU con su niña de tres meses. Mismamente lo que hiciera
Carolina Bescansa en el Congreso. Lo cual que a mí me parece de perlas: un niño
no debiera separarse de su madre, por lo menos hasta el momento de irse a la mili.
Pero, eso sí, dentro de ciertos límites, señora primera ministra: a mi mujer
jamás se le ocurrió llevarse a nuestros hijos a la escuela.
Dicho lo cual, a mi santa y a mí nos queda
la satisfacción de haber estado con nuestros hijos todo el tiempo que la
actividad laboral nos permitiera. Bueno, casi todo. Mucho en cualquier caso. Y
aquí viene el meollo de la cuestión: un buen día, nos espeta nuestra hija que
algunas noches llegábamos muy tarde. ¿Que los quedábamos solos? Qué va. Con los
abuelos, jóvenes cuando entonces. Pero lo de mi hija no es nada. En nuestro entorno,
algunos padres han confesado, no sin amargura, cómo sus hijos les echan en cara
que durante la infancia apenas estuviesen con ellos, si bien la causa era
laboral, mayormente. Es que, aunque los niños vengan hoy con un móvil bajo el
brazo, las ancestrales leyes biológicas de la crianza siguen incólumes, de ahí
que todo aquél que se atreve a llevarles la contraria acabe pagando las
consecuencias. Por muy buena que sea la tata, la presencia de los padres es insustituible,
y sobre todo… la madre. Tomen nota: apenas había comenzado a dar los primeros
pasos, a las seis en punto de la tarde a mi hijo no había quien lo separase de la
puerta de casa. A esa hora llegaba su madre. Así que muy bien por la primera
ministra de Nueva Zelanda. (Si alguien quiere decir algo, que lo diga ahora; si
no, que calle para siempre.)