Sucedió hace cuatro días, pero con las
elecciones andaluzas en plena ebullición, ya nadie se acuerda del “gran
triunfo” obtenido por España en el contencioso de Gibraltar (a pesar de estar
en suelo andaluz, nadie habla del asunto), o sea, en las negociaciones
tangenciales sobre el Peñón, en el contexto del Brexit, horroroso embrollo,
producto de la ceguera de algún político británico, que en todas partes se
cuecen habas. En cuanto vi aparecer a Pedro Pablo Sánchez Iglesias, supe, y así
se lo comenté a mi santa, que estaba mintiendo por toda la boca. Mintió, sí, a
sabiendas de que Gibraltar va a seguir tal cual durante los próximos milenios,
como mínimo. Y yo que me alegro. ¿Que por qué?
Lo dije en estas páginas tiempo ha, pero,
como dijera Albert Camus, “todo está dicho, pero hay que recordarlo porque a la
gente se le olvida”. A saber: ¿cuánto tiempo creen que tardaría el sultán de
Marruecos en organizar sendas marchas verdes, una hacia Ceuta, la otra hacia
Melilla, sólo con que la bandera española ondease junto a la británica? Pues
claro, mujer: mientras el Peñón esté bajo el dominio británico, siempre
tendremos esa coartada ante el mundo. Si su padre, Hassan II, que era un punto
filipino, aprovechando un momento de ‘debilidad nacional’ (Franco moribundo y
el príncipe Juan Carlos de Jefe interino), la montó cuando lo del Sahara, el
hijo tardaría dos telediarios en hacer lo propio con dichas ciudades: españolas
de pura cepa muchos siglos antes de que fuera creado el reino de Marruecos. El
momento de debilidad actual se llama Cataluña, claro. Y no me vayan a decir que
Gibraltar vale lo mismo que Cueta y Melilla juntas: ni siquiera lo que una
sola. Fíjense si el Peñón vale poco (qué decepción me llevé aquella vez que lo
visité: cutre no, lo otro) que el señor cuyo esqueleto quieren remover, dijo
con su bizarra vocecita una cosa que, cuando menos, resultó sorprendente:
“Gibraltar no vale la vida de un solo soldado español” (sic). Pues ya lo
saben.
Pero qué rayos hago yo hablando de Gibraltar,
si yo lo que quería era presumir (Pemán:
“No es verdad que hablando se entienda la gente: hablando se luce la gente) de
haber sido alumno, Salamanca, del profesor Rodríguez Villanueva, eminente biólogo,
recién egresado de Oxford. Lo recuerdo como si fuera hoy: “La gente cree que la
novela de Huxley es producto de su imaginación, cuando en realidad está basada
en las investigaciones sobre las primeras fases del óvulo recién fecundado; no
en vano el autor es hermano de un biólogo, Julián Huxley, y medio hermano de
otro, Andrew Huxley, que fuera hace unos años premio Nobel de Medicina y
Fisiología”. Se refería, claro es a “Un mundo feliz”, la célebre novela de
Aldous Huxley, en la que describe una sociedad integrada por subclases de
individuos ‘fabricados’ en el laboratorio: los alfa, los beta, etc. Impactado
que uno estaba por su reciente lectura, les aseguro que me quedé de una pieza.
¿Que a cuento de qué viene esto? Está clarísimo: el “mundo feliz” de Huxley ya
está aquí: acaban de nacer dos niños chinos genéticamente modificados. ¿Que eso
es una locura? El tiempo lo dirá. De entrada, díganselo a los padres cuyos
niños vengan con una enfermedad congénita que pueda ser corregida
genéticamente. ¿Qué me dicen?