Una de las cosas que me lleva al ataque
paroxístico de ira, bueno, me llevaba, que he tenido que reprogramarme para no
quedarme muerto en el ‘inte’ (lo decía mi madre), es ver una bolsa de basura
arrojada en una cuneta. Tres cuartos de lo mismo me sucede cada vez que me topo
con un envase tirado en mitad del campo, de cualquier campo. Hasta tal punto me
afecta este asunto, que una vez en Gredos, inmediaciones de la vereda que
conduce a las alturas (suelo rendir visita anual al Parador, por ver si se me
pega algo, qué más quisiera yo, de las inteligencias que cada año se reunían en
el lugar, Ortega a la cabeza, según me cuenta mi maestro, Julián Marías), les
iba diciendo que, más corto que perezoso, me puse a recoger latas y botellas
como un poseso: como mi padre cuando cavaba el garbanzal. Al instante, los
muchachos, o sea, los hijos de la media docena de parejas excursionistas, me
siguieron en la labor, excepto uno: “Yo no soy Conyser”, dijo muy ufano. “Menos
mal que no está aquí Greta Thunberg”, -pensé para mis adentros-: “Le habría sacado
los ojos; menudo carácter tiene la niña”. Pero Greta Thunberg ni siquiera había
nacido, ay. ¿Sirvió de algo lo mío? Sí: al menos para que no se me subiera a la
cabeza el medio litro de adrenalina que mis suprarrenales habían vertido a la
sangre. Pero, sobre todo, aunque lo hice de modo espontáneo, estoy seguro de
que sirvió para que la docena de nuestros muchachos quedasen concienciados sobre
el particular, ya me entienden. Pues lo mismo lo de la célebre Greta. (Ah, y lo
de la equipación verde del Real Madrid ayer.)
En efecto, la celebérrima Greta, al tiempo
que es seguida por las multitudes, cual Mesías femenino de una nueva religión, “el
Cambio Climático”, está recibiendo críticas de una ferocidad insultante. Zumbada
es lo menos que le dicen. Lo mismo que dijeren de mí los montañeros que me
viesen recogiendo latas en la sierra de Gredos: “Ese tío está zumbao”. ¿Va a
servir para algo lo de la joven Thunberg? Quiero decir que si lo suyo va a
tener alguna incidencia en el cambio climático. Pues mire usted: no lo sé. Si
alguno de los presentes lo sabe, que lo diga. Yo es que soy muy de Arsuaga, un
científico sabio, codirector de Atapuerca: “Hubo un tiempo en que los glaciares
llegaron hasta la altura de lo que hoy es Lisboa”, dice en “El collar del
Neandertal” (a lo mejor es que por entonces no había coches). De lo que sí
estoy seguro es de que al menos va a servir para crear una nueva conciencia ecológica
en los jóvenes. Una nueva conciencia que, aunque resultare insuficiente para
detener la subida de los termómetros, sirva al menos para que yo deje de
encontrarme bolsas de basura en las cunetas y latas en la sierra de Gredos. Con
eso, me daría por satisfecho. Si así sucediere, prometo ponerle una vela a
santa Greta del Cambio Climático. Si además, esa nueva conciencia disminuyese
un tanto el número de zumbados, ésos sí que sí, que provocan incendios forestales,
me haría su diácono. Lo prometo.