En estos momentos de crispación a punto de
tribulación, en los que algunos ya hablan de los Balcanes (“cincuenta tíos
bastan para llevar al precipicio a un país”, dijo Cela, ese genio), que hasta el
bueno de Fernando Ónega se ha visto obligado a pedir cordura a sus congéneres (enhorabuena
a Javier Cercas por el premio de periodismo y por su valentía), ustedes me van
a permitir que yo, aunque simple columnista de provincias, o sea, nadie, aproveche
la ocasión para no echar ni una tarama más a la pira de fuego, “ya prevenida”,
que hubiese dicho Federico, víctima que fuera de aquella locura que algunos se
empeñan a rebozarnos por la cara a todas horas, mal rayo les parta. Para ello,
nada mejor que una bocanada de inocencia, de sonrisas, de dulzura, de bondad:
Tamara Falcó.
Que me caiga p’atrás muerto, que decíamos de
niños, siempre que queríamos encubrir una mentira gorda, si yo alguna vez he
incurrido en Master-Chef (anécdota ‘veredicta’, que decía el gran Paco Gandía;
testigo, mi hermano Pedro; lugar, mi pueblo: “Y tu hijo?”. “Se ha ido a
trabajar a Manchester”. “Ah, no sabía yo que le gustara cocinear”), bueno, a lo
que íbamos: que yo nunca había dedicado más de medio minuto a tan exitoso
concurso. No por nada: es que no me gusta la cocina: donde se ponga una naranja
con un cacho de pan, que se quite todo lo demás. Fue el caso que el otro día vi
aparecer en el ‘pograma’ de los famosos cocineros (antes restauradores, que el
Señor los confunda), la sonrisa de ángel de Tamara y me quedé petrificado ante
el televisor.
El concepto que yo tenía de Tamara no pasaba de
una niña muy pija, cuya forma de decir le venía al pelo a Carlos Latre, otro
genio en lo suyo. Hasta que un buen día (una buena noche), me la encuentro en
el programa de Martín Borne, que así le llamó la madre de Paz Padilla a quien
ustedes imaginan. Desde entonces, me hice tamarista, o tamarero, o tamarólogo
(no traumatólogo, ojo). Es que sólo Tamara es capaz de contar con sonriente
naturalidad la traición que le había perpetrado su abuela, a la que adora: ¡en
su ausencia, había invitado a comer a su ex novio! (me resisto a obedecer a la
academia y escribir exnovio: ¿cómo llamaríamos entonces a uno que ha dejado de
ser exiliado?). Con aquello me bastó para saber que estaba ante una persona de
una cautivadora inocencia: de las que no conocen la maldad, pues que han nacido
con ese ‘defecto’ genético; de las que luego van al cielo sin ningún mérito,
claro.
Más cosas. Sin perder su permanente sonrisa, describió
la ruptura matrimonial entre sus padres: “personas totalmente distintas”. O
cuando afirmó que su hermana Ana (Boyer) se había llevado toda la inteligencia.
O cuando muerta de risa contó cómo Ana y ella intuyeron que había ‘algo’ entre
su madre y Mario, un día que la vieron especialmente peinada. Y el ‘arremate’
de hace pocos días: yo quise ser monja, pero Jesucristo no. Enhorabuena por el
triunfo. Es que Tamara es un ser adorable.