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EL VIRUS


    Desde que uno tuviera la impagable fortuna de ser alumno, Salamanca, del egregio profesor Rodríguez Villanueva, recién egresado que estaba don Julio de Oxford, nunca me he llevado mal con los virus, ya me entienden: la virología había sido su campo de trabajo en tan prestigiosa universidad. Pero luego de lo dicho por el colaborador de este periódico, el prestigioso doctor y profesor de enfermedades infecciosas, don Agustín Muñoz Sanz, a uno no le queda nada que argüir de la parte científica de la cuestión: “Si la gripe se llamara coronavirus, estaríamos todos con mascarilla”. Más claro, agua. Por si faltaba algo para el euro, el profesor Muñoz ha afirmado, asimismo, perdón, aseverado, que es como se dice ahora en el argot periodístico: “Siempre hay una epidemia a mano para distraer la atención de los problemas reales”.
   Yo no estoy muy seguro de que la intención de los medios sea o no la de distraer la atención del personal (por ejemplo, de la gloriosa recepción dada en La Moncloa al jefe de Estado de Cataluña), pero de lo que sí estoy convencido es de que, dado el grado actual de saturación informativa sobre el coronavirus, con el mismo sucederá igual que con otras epidemias: cuando los casos se cuenten por cientos, que llegará, y aumenten asimismo los fallecidos, la enfermedad ya habrá desaparecido de los medios. ¿Que no?
   Siendo yo médico de la entonces prisión para jóvenes de Cáceres, irrumpe de golpe un virus proveniente de África, el virus del sida, que ese sí que se llevó gente por delante, jóvenes en su mayoría. Lo cual que el gobierno de turno, primeros años ochenta, ante el elevado número de reclusos portadores (no enfermos) de dicho germen, tomó la acertadísima medida de reunirnos a los facultativos de la sanidad penitenciaria en un hospital de Madrid, en donde, durante varias e intensas jornadas, fuimos instruidos por los más reputados expertos. Al final, ante la falta de tratamiento, eran los primeros momentos, todo quedó reducido al énfasis en la prevención, conocidas que eran las vías de transmisión: relaciones íntimas y jeringuillas compartidas. O sea, todo muy normal: dentro del aula, claro.
   Pues bien, la primera televisión que te encontrabas no hablaba de otra cosa, creando la sensación de que todo el mundo estuviese en peligro de contraer la enfermedad. Y lo más curioso: eso sucedía cuando los enfermos se podían contar con los dedos de una mano. Y aún no había muerto nadie. Pasadas que fueran unas semanas, comenzó a producirse un fenómeno paradójico: en la medida que iban aumentando los contagiados y los fallecidos, iba disminuyendo la presencia de la enfermedad en los medios. De tal manera que, cuando los enfermos comenzaron a caer como moscas, la enfermedad había desaparecido de los telediarios. Salvo la noticia puntual de la muerte de algún famoso, Freddie Mercury, por ejemplo. Pues eso justamente es lo que va a suceder con el tan traído y llevado coronavirus: desaparecerá por ‘agotamiento’ informativo.
    Cosas de la era de las comunicaciones (me acuerdo yo de la que se montó con un virus que afectó a tres personas; y hasta de Excálibur, el pobre perro que hubo de ser sacrificado).  

  

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