TENGO MIEDO
Agapito Gómez Villa
A los trece años, conseguí por fin la ansiada tabla de salvación de mi vida, la beca, 10.800 maravillas pesetas, que era justo lo que importaba el hospedaje, Casa del Sol, padres de la Preciosa Sangre, Cáceres, humildísimo lugar en donde pasé unos años gloriosos. Digo hospedaje, porque nuestro centro académico era el instituto "El Brocense", en donde tuve la inmensa fortuna de dar con un ramillete de profesores extraordinarios. Para el que no lo sepa, los becarios de entonces (los verdaderos becarios), para continuar siéndolo, estábamos obligados a sacar nota media de notable, como mínimo, lo cual, por otra parte, nos daba fama de buenos estudiantes. Yo tenía muy cerca un lastimoso precedente: el de dos paisanos que, en el curso precedente, al no alcanzar la nota exigida, hubieron de regresar al pueblo, posibilidad que a mi me aterraba. Con tales premisas, me dediqué a la labor con tal ahínco, que me pasé varias poblaciones: acabé el año con nota media exagerada. Es que lo que me esperaba, de haber perdido la beca, no era precisamente un jardín de rosas; además de que siempre me tiraron sobremanera los libros y las aulas.
En fin, que una vez conocido el paño, y despojado del miedo al vacío, el resto fue coser y cantar, más bien coser y estudiar, hasta la victoria final: la Escuela de Magisterio, que fue adonde dirigieron sus pasos mis compañeros y amigos de todo el bachillerato. Pero mira tú por dónde, "todavía no me explico a santo de qué" (loor al gran genio, Joaquín Sabina: "Como te digo una Co, te digo la O"), un buen día se me pasó por la cabeza la posibilidad de dar el triple salto mortal: una carrera universitaria. Para lo cual, había que salvar un foso en el que cada año se precipitaban un buen número de excelentes estudiantes: la llamada 'prueba' de madurez', que los de Cáceres realizábamos en Salamanca, una vez aprobado el 'preu', y cuyo suspenso, en mi caso tenía una consecuencia inmediata: la beca a hacer puñetas. Total, que no sin la necesaria dosis de suerte, me presento en la facultad de medicina de Salamanca, pertrechado de una beca de ¡cien mil pesetas!, la recién estrenada beca-salario, que como su nombre indica tenía dos partes: una para los estudios y la otra para mis padres, o sea, el salario mínimo de entonces, 3.750 pesetas mensuales. Más no se podía pedir. Y así hasta la victoria definitiva. Lo único que me hizo reverdecer el ancestral miedo a perder la beca fueron ciertos individuos, los Errejones, Iglesias y Monederos de entonces, que de pronto irrumpían en las aulas y nos convocaban a una asamblea de facultad y nos hablaban del "proceso de Burgos" (ni idea del particular) y a continuación declaraban huelga indefinida. Hablaban de la lucha de los "estudiantes y los obreros", y yo, que había trabajado de peón de albañil y de camarero los veranos precedentes, pensaba para mí: qué sabréis vosotros de los obreros.
De esto tenía pensado escribir hoy. Pero no lo voy a hacer. Me da miedo de que sea considerado apología del franquismo. Y que me despojen del título.
Agapito Gómez Villa
A los trece años, conseguí por fin la ansiada tabla de salvación de mi vida, la beca, 10.800 maravillas pesetas, que era justo lo que importaba el hospedaje, Casa del Sol, padres de la Preciosa Sangre, Cáceres, humildísimo lugar en donde pasé unos años gloriosos. Digo hospedaje, porque nuestro centro académico era el instituto "El Brocense", en donde tuve la inmensa fortuna de dar con un ramillete de profesores extraordinarios. Para el que no lo sepa, los becarios de entonces (los verdaderos becarios), para continuar siéndolo, estábamos obligados a sacar nota media de notable, como mínimo, lo cual, por otra parte, nos daba fama de buenos estudiantes. Yo tenía muy cerca un lastimoso precedente: el de dos paisanos que, en el curso precedente, al no alcanzar la nota exigida, hubieron de regresar al pueblo, posibilidad que a mi me aterraba. Con tales premisas, me dediqué a la labor con tal ahínco, que me pasé varias poblaciones: acabé el año con nota media exagerada. Es que lo que me esperaba, de haber perdido la beca, no era precisamente un jardín de rosas; además de que siempre me tiraron sobremanera los libros y las aulas.
En fin, que una vez conocido el paño, y despojado del miedo al vacío, el resto fue coser y cantar, más bien coser y estudiar, hasta la victoria final: la Escuela de Magisterio, que fue adonde dirigieron sus pasos mis compañeros y amigos de todo el bachillerato. Pero mira tú por dónde, "todavía no me explico a santo de qué" (loor al gran genio, Joaquín Sabina: "Como te digo una Co, te digo la O"), un buen día se me pasó por la cabeza la posibilidad de dar el triple salto mortal: una carrera universitaria. Para lo cual, había que salvar un foso en el que cada año se precipitaban un buen número de excelentes estudiantes: la llamada 'prueba' de madurez', que los de Cáceres realizábamos en Salamanca, una vez aprobado el 'preu', y cuyo suspenso, en mi caso tenía una consecuencia inmediata: la beca a hacer puñetas. Total, que no sin la necesaria dosis de suerte, me presento en la facultad de medicina de Salamanca, pertrechado de una beca de ¡cien mil pesetas!, la recién estrenada beca-salario, que como su nombre indica tenía dos partes: una para los estudios y la otra para mis padres, o sea, el salario mínimo de entonces, 3.750 pesetas mensuales. Más no se podía pedir. Y así hasta la victoria definitiva. Lo único que me hizo reverdecer el ancestral miedo a perder la beca fueron ciertos individuos, los Errejones, Iglesias y Monederos de entonces, que de pronto irrumpían en las aulas y nos convocaban a una asamblea de facultad y nos hablaban del "proceso de Burgos" (ni idea del particular) y a continuación declaraban huelga indefinida. Hablaban de la lucha de los "estudiantes y los obreros", y yo, que había trabajado de peón de albañil y de camarero los veranos precedentes, pensaba para mí: qué sabréis vosotros de los obreros.
De esto tenía pensado escribir hoy. Pero no lo voy a hacer. Me da miedo de que sea considerado apología del franquismo. Y que me despojen del título.