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EL LLANTO DE LA GUARDIA CIVIL


    “El llanto militar creció en diluvio”, escribe Quevedo, y Borges dice que es el verso más grandioso jamás escrito: soneto al duque de Osuna.
   A lo que vamos. De la noche a la mañana, compruebo que los mandos de los cuerpos de seguridad han desaparecido de las interminables homilías concelebradas que el gobierno nos viene infligiendo a ‘ca noná’ (a cada nonada), en las que destaca sobremanera la egregia figura del hombre de la ‘rebequina’ (Antonio Burgos dixit): el de “algún caso aislado”. Sucedió a raíz de una controvertida declaración del general de la benemérita, sobre uno de los cometidos encomendados, que al parecer no cuadraba bien con las ordenanzas del cuerpo. Dijeron que había sido un lapsus, pero yo creo que fue más bien una estratagema para retirar a los uniformados: el general leyó lo que le pusieron. Sea como fuere, yo me alegré muchísimo. ¿Que a mí no me caen bien los uniformes? Vamos anda. Siento un profundo respecto por ellos, y no digamos por nuestras fuerzas armadas: hablo incluso bien de la mili, a pesar de que me arrestaron dos veces: una por tener el pelo largo: llevaba el pescuezo rapado, pero el trescuartos me llegaba hasta la coronilla; y la otra por tomar por el brazo a un alférez.  
  A cuento de qué tan largo prefacio. Muy sencillo: ¿quiere alguien decirme qué pintaban aquellos señores en esas alocuciones, cuyo tema princeps era un asunto de salud pública? Que uno sepa, los cuerpos de seguridad no están para detener a los virus, ojalá. Cada uno tiene su cometido. Pongan a Messi, un genio en lo suyo, de portavoz de algo y ya verán el resultado.
   Se dice, se comenta que, en lo que a atrezzo respecta, todo en La Moncloa sale del caletre del ‘consejero de ocurrencias’ de mi amigo Martín Tamayo: Iván Redondo, o sea. Pues bien, si Iván me hubiese consultado, le habría dicho: ni se te ocurra. Es que había un precedente, no muy lejano, mucho más patético, por no decir ridículo: dos mandos de la guardia civil gimoteando en público. Como se lo cuento. Fue cuando detuvieron, al fin, a aquella tía loca, perversa, mala pécora, que matase al niño Gabriel. Al ministro Zoido se le ocurrió que los laureles de la exitosa operación se los llevaran directamente los artífices de la misma, y lo único que consiguió fue una imagen penosa: guerreras consteladas de condecoraciones, gimoteando ante las cámaras. Si el señor Zoido hubiese recordado lo del gran Gila, ni lo habría intentado: “Un dictador no se ríe jamás en público; sale reído de casa”. Pues lo mismo para la guardia civil y el llanto. 
    Ah, hazme caso Iván: dale un descanso al hombre de la ‘rebequina’, que os lo vais a cargar. Mientras tanto, ponedle una bata bien planchada, que parezca un médico. El hábito sí hace al monje.

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