Bajo ese título, el domingo pasado venía una
cosa en el suplemento de este periódico. Juan Luis Arsuaga, gran conocedor de
nuestra especie, era uno de los opinantes. ¿Vamos a sacar alguna enseñanza de esta
fúnebre pandemia? Yo creo que sí: ahí va mi idea, a incorporar a la “nueva
normalidad”, ese manido y ‘redondo’ mantra que adquiere su verdadero sentido
leyéndolo al revés, o sea: “normalidad nueva”, que no es lo mismo, aunque lo
parezca.
Cada vez
que miro a los albañiles que tengo enfrente no dejo de pensar que en estos
instantes cada uno de ellos está soportando cuando menos un parado, colgando/cobrando
de sus espaldas. ¿Y no sería mucho más natural que el parado, que cobra su
desempleo subido a los hombros de un compañero, se bajase un ratito y le echase
una mano? Pero cómo dice usted una cosa semejante, estarán pensando ya los agoreros
de la cosa. Muy sencillo: rebajando la jornada laboral a seis horas, con lo
cual se necesitaría un incremento en la mano de obra. Eso para empezar: en
Inglaterra, 1847, de las jornadas interminables, pasaron de golpe a las diez
horas para mujeres y niños; años más tarde, llegaría la gran conquista: ocho
horas. (El ajuste fino se lo dejo a los estudiosos de la materia: los que hacen
tesis y esas cosas.)
¿Que lo mío es una locura? Calla,
mujer/hombre. Si por los agoreros de antaño hubiera sido, estaríamos todavía en
las dieciocho horas del XIX, EE.UU. Ah, y los niños seguirían trabajando desde
la madrugada hasta altas hora de la noche, tal que sucediera durante la
Revolución Industrial en la Inglaterra del carbón. ¿Les parecía aquello bonito?
Pues así se verá dentro de unas décadas la actual jornada de ocho horas. Qué
barbaridad, se dirá, cómo podrían soportarlo. Justamente lo mismo que ahora
decimos de aquellos tiempos ‘industriales’, no tan lejanos, rayanos en la
esclavitud, cuando no esclavitud verdadera. ¿Me van entendiendo? De camino, les
cuento que el primero que se atrevió con la cuestión fue un rey español: Felipe
II, con su decreto de ocho horas de trabajo al día, extensible también a los
indios de las Españas de Ultramar.
Es de
esperar que en la presente ocasión, el cambio sea más sencillo y más rápido. Y
dentro de ‘na’, las cuatro horitas. Por encima de ese tiempo, no hay quien rinda
como mandan las sagradas escrituras, tal que dijera para defender las ocho horas
un tal Robert Owen, prosélito de la causa obrera. Seguro estoy, como Agapito
que me llamo, que, más temprano que tarde, la historia acabará comiéndome en la
mano. (Permítanme una digresión: recién llegado a París, Julio Cortázar buscaba
trabajos de dos o tres horas, que le dieran para vivir y escribir.)
Post scriptum: mi entrañable recuerdo al
compañero recién muerto a consecuencia del coronavirus, Sebastián Traba, cuya
memoria nos ayudará a reinventar el horario laboral.