En efecto, cuatro años se cumplen ahora del primer confinamiento pandémico, aquel mal sueño que además de llevarse por delante a 130.000 compatriotas (perdón por lo de compatriotas; quise decir españoles; peor me lo pone usted; bueno personas del Estado Español; así está mejor), les decía que además de provocar más de 100.000 víctimas mortales, nos dejó a todos un regusto amargo en el paladar de la memoria, a pesar de aquellos ‘autoaplausos’ que nos dedicábamos todas las tardes, Dúo Dinámico mediante.
He dicho confinamiento, pero tendría que haber escrito brutal encerrona. No deja de ser curioso que sólo pudiesen permitirse el paseo callejero los que tenían un perro que llevarse a la boca, perdón, a la calle. Y hablando de perros: a ver quién es el guapo que es capaz de convencerme de por qué los perros sí y los niños no: pena me daba imaginarlos, a los niños, las veinticuatro horas del día entre cuatro paredes, mayormente los hijos únicos. Pa matarlos: a los autores de semejante atrocidad contra la infancia. Y contra los mayores, muchos de los cuales enfermaron de los nervios. Por eso, cuando me enteré de que en un país de nuestro entorno socio-cultural, Alemania, todos los convivientes de una familia podían salir a pasear juntos, empecé a segregar veneno por un colmillo. ¿Había algo más lógico, tratándose de personas que vivían bajo el mismo techo? Pues nada, aquí todo el mundo arrestado (asimismo, en Alemania podían salir a pasear dos personas, aunque no convivientes). Madre mía, lo que yo blasfemé por aquellos días.
Qué se podía esperar de un epidemiólogo -¿epidemiólogo?, ¡vamos anda!- que, cuando Italia ya había empezado a cerrar fronteras, se atrevió a pronunciar aquellas palabras para la historia de la infamia: “España no va a tener, como mucho, más allá de algún caso diagnosticado” (sic). A los pocos días, los hospitales colapsados y los muertos a centenares. Sólo un hombre que no está en sus cabales es capaz de decir semejante barbaridad, lo cual explica que al día siguiente no se metiera bajo tierra: muy al contrario, continuó saliendo en los telediarios como si tal. Hoy sigue cobrando del erario público. Tener por encima como ministro de Sanidad a un licenciado en Filosofía no ayudó mucho que digamos: qué buena vista tuvo el que los nombró a ambos. Así, no es extraño lo que vendría después: la insoportable indecencia del comercio de mascarillas.
Uno tuvo la suerte de tener en Salamanca a un brillantísimo profesor de Medicina Preventiva, que a su vez había bebido de una tripleta de eminentes maestros, cuyos nombres salían de corrido, Piedrola, Bravo y Pumarola, nombres que me estuvieron martilleando la cabeza durante toda la pandemia. Cómo es posible que habiendo tan prestigiosas cátedras sobre la materia por toda España, el responsable de una pandemia bíblica fuese un incapacitado declarado. Oiga, que no era ninguna broma: que estaban en juego miles de vidas.
Va a tener razón Landero cuando dijo lo que dijo de los políticos: “Cordialmente, sois unos canallas”.
Me lo dijo mi dilecto amigo, Manuel Encinas, más de cuatro décadas ya: “Abre la consulta”. Y como el consejo venía de una persona que tenía muchos dedos mentales de frente, abrí la consulta. Total, que toda la vida he trabajado para la seguridad social y para MUFACE, el funcionariado, mayormente de la docencia. Incluso me dio tiempo de ser médico de la institución penitenciaria, diez años. O sea, que conozco el paño como el primero. Por eso, cuando el otro día leí que la ministra de sanidad mostraba su decepción por la continuidad de MUFACE, me dije para mí: “Esta mujer no sabe lo que dice”. Nadie discute que el sistema nacional de salud, la seguridad social de toda la vida, es de lo mejorcito que hay por esos mundos de Dios: gracias al sistema MIR, claro, que no es otro el secreto. Pero no es menos cierto que, teniendo como tiene el funcionariado la posibilidad de elegir entre el sistema nacional y el de MUFACE, al iniciar su andadura profesional, y una vez al año para cambiars...