Los geriatras son los culpables, sí, de que el día
de mañana no haya pensiones para todos. Como lo oyes. Por su culpa, por su
grandísima culpa, los viejos se mueren diez años más tarde, que le entregas un
anciano hecho un pobre guiñapo, atiborrado de pastillas, y en cuatro días te lo
devuelve hecho un quinto. Bueno, un quinto no, que ya no hay quintos, como
cuando la mili era obligatoria. Boutades aparte, los geriatras hacen verdaderos
milagros con los ancianitos, que por/para algo hacen una dura especialidad. Antes
de nada hay que aclarar que, del mismo modo que la biología de un niño no es la
de un adulto pequeñito, la del anciano no es la de un adulto avejentado. El
anciano tiene una biología propia, lo que determina, y de qué manera, la
diferencia respecto del adulto, en todas y cada una de sus funciones vitales.
Muchas son las teorías al respecto (consúltese “Geriatría desde el principio”,
del profesor Macías Núñez, mi dilecto amigo), pero, ni éste es el lugar, ni creo
que haga falta insistir sobre el particular para que me entiendan. Nada, pues, más
lógico y natural que el que existan dos especialidades como la copa de un pino,
dedicadas a sendas etapas de la vida, tan radicalmente distintas, cual la
infancia y la senectud: pediatría y geriatría. (Los geriatras son los pediatras
de los viejos.)
A estas
alturas de la liga, ¿duda alguien de que el niño enfermo donde mejor está es
en manos del pediatra? En efecto, la
pediatría ha ido creciendo en sabiduría y extensión, llegando hoy su onda
expansiva, felizmente, hasta los últimos rincones del orbe rural. Sin embargo,
sin saber por qué, no sucede lo mismo con la geriatría. Al día de hoy, los
geriatras siguen confinados al ámbito hospitalario, tan necesarios por otra
parte, cuando lo lógico sería que estuviesen, tiempo ha, integrados en la
medicina ambulatoria. Como los pediatras. ¿Por qué los unos sí y los otros no?
Que alguien me lo explique. El agorero de guardia ya estará pensando en que no
corren buenos tiempos para la lírica senecta, lo del dinero y todo eso. Muy al
contrario. Está demostrado que por cada geriatra ejerciente, se produce un
ahorro económico impresionante. ¿Que cómo es eso posible? Por dos razones
fundamentales. Una, porque los ancianos tratados por geriatras generan muchos
menos ingresos hospitalarios; y dos, porque, en manos del geriatra, el anciano
pasa de tomar tres puñados de pastillas diarias, a la mitad como mucho. El
cardiólogo sabe mucho de cardiología, y pone su tratamiento. El urólogo sabe
mucho de urología, y pone el suyo. El digestólogo lo sabe todo de lo suyo... Y
así seguido. Además de los granos de arena que aportamos los médicos de cabecera.
Total, que cuando el anciano llega al geriatra, lleva una bolsa repleta de
medicamentos hasta las trancas. Y eso no hay cuerpo que lo aguante. Entonces,
llega el geriatra, que tiene una visión global del enfermo (para eso ha
estudiado), empieza a quitarle pastillas, y te lo manda para casa hecho un
chaval, o chavala, claro.
Lo que me
voy a reír el día de mañana cuando esto, la geriatría ambulatoria, que hoy los
torpes ven como algo imposible, acabe cayendo como fruta madura. De balde lo
hemos de ver.