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Una ración de optimismo

26/12/2010




   Ni corto ni perezoso, me acerqué a él: “Mucho gusto en saludarle, don Mario”. Estaba solo, sentado a la sombra de un toldo, la mirada perdida en el frondoso pinar de enfrente, mañana limpia y fresca, terraza del ‘Felipe II’, Cursos de Verano de El Escorial. “Es que el día menos pensado le dan a usted el Nobel y me encantará presumir en su día de haberle convidado a un café”. El hombre sonrió enseñando el par de incisivos superiores, tan grandes como asimétricos. A continuación, la conversación tiró por los derroteros naturales: “No, yo soy médico y estoy matriculado en unas jornadas sobre la enfermedad de Alzheimer”. Así era, en efecto, pero en cuanto tenía ocasión me metía en las aulas de la cosa literaria, o periodística: la cabra siempre ha tirado y seguirá tirando al monte. Y como siempre: “¿Qué especialidad ejerce usted?”. Y yo: “Medicina general; la de cabecera de toda la vida”. Y don Mario: “Tengo un recuerdo entrañable del médico de cabecera de mi niñez”. Y luego de un rato de admiración literaria: “¿Me permite que le convide al café?”.

   No hacía falta ser ningún profeta para decirle lo del Nobel, pues que ya por entonces, finales de los ochenta, se hablaba de Vargas Llosa como ‘nobelable’. Aquella mañana, me habría gustado haber llevado ya leído “El pez en el agua”, más que nada para haberme condolido con él. Pero eso no fue posible, entre otras razones, porque aún no había sido publicado. He dicho condolerme porque pocas veces me he disgustado tanto leyendo un libro, tales fueron las putadas que los ‘profesionales de la política’ -vaya jarca- le hicieran a don Mario cuando intentó ser presidente de su país (ahora tiene dos: Perú y España). Poco le faltó para echarme a llorar el día que perdió las elecciones a manos del chinito Fujimori, uno de los tíos más canallas, inmorales y sinvergüenzas que haya parido madre. Cómo quedaría de escaldado don Mario, que, a raíz de aquello, prometería solemnemente no volver a incurrir jamás en aventura política alguna.

  Por aquellos días, tampoco había sido publicada “La Fiesta del Chivo”, la excelente novela sobre otro macho cabrío con pintas, el general Trujillo. Maniático de la ortodoxia lingüística que es uno, no me hubiera cortado un pelo: “¡Cómo es posible que un hombre como usted pueda escribir ‘encima suyo’!, página 429”. Le perdono, empero, tan grave pecado, don Mario: por lo buen escritor que es usted –enhorabuena por el premio- y porque a mí el día de mañana no me gustaría quedarme sin un sillón en la Academia por culpa de algún que otro gazapo perpetrado en este periódico.

    Me debe usted un café. Qué menos.

  

  

 

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