27-3-11
Se lo conté hace mil mundos: así viviera mil
años, jamás se me olvidaría el grandioso espectáculo del valle del Jerte en
flor, contemplado desde la cima que lo separa del valle del Ambroz, que tampoco
es manco. Era una tarde de nubes bajas y lloviznas blancas, que me recordaron
un lugar donde nunca estuve y una escena que nunca viví: la Transfiguración del
Monte Tabor, con sus pretendidas tiendas de campaña -jaimas, en aquella
geografía, si no fuera vocablo del enemigo secular, tan de moda hoy por el tal
Gadafi con sus locuras virginales- y todo aquello tan bonito que cuentan los
evangelios, que dice Umbral que los evangelios están escritos en clave poética.
En fin.
Lo dijo el genio de los genios (“algo más que
un genio”, dijo de él un físico el otro día), Einstein, por supuesto: “es más
fácil desintegrar un átomo que un prejuicio”. Y de átomos don Alberto sabía un
rato largo. Por eso vuelvo a la carga, una vez más. Se me ocurrió anteayer
mismo, al ver por sorpresa en la tele una imágenes asombrosas, de una belleza
como sobrenatural: un mar de árboles nevados, coronados por una montaña en
flor, en flor blanca y purísima y refulgente, ustedes ya me entienden. ¿Japón
con sus cerezos y el monte Fuji al fondo? Calla, hombre, calla. Nuestro valle
del Jerte (perdonen el adjetivo posesivo, son las cosas del querer).
No es la primera vez que salen esas
imágenes, claro, que no hay año que los telediarios no le dediquen algún que
otro minuto por estas fechas. Precisamente por eso vuelvo a la carga. Cómo es
posible, entonces, que a estas alturas de la liga el personal mayoritario del
resto de España siga pensando en un erial achicharrado por el sol o en las
Hurdes de Buñuel, cuando de Extremadura se habla. Menos mal que lo dijo Einstein:
la perennidad de los prejuicios y tal. En la mesa las viandas, y al fondo, en
la lejanía, como muestra del erial, la albura de la montaña y una trepidante cascada
de aguas recién nacidas, los cerezos sin nieve todavía, tres semanas ha. Toma
ya desierto.
Ya sé que no corren buenos tiempos para la
lírica, con la ristra de parados y las estrecheces rampantes de una buena parte
de la población. Pero, hombre, tampoco está mal elevarse un poquito sobre las dulces
miserias cotidianas (las amargas son otra cosa), siempre que ‘haiga’ salud,
claro. Como dijo el otro: en lugar de lamentarte por lo que no tienes, alégrate
de lo que tienes. Y no es poco lo que tenemos los extremeños. Tenemos un
reducto del paraíso terrenal, ahí al lado: el valle del Jerte ahora mismito. De
toda la vida se ha dicho: los duelos del paro con pan son menos duelos. Pues ahí
está el pan blanquísimo de los cerezos en flor, que a ese pan no hay quien nos
gane.
Buñuel, cuando hiciera aquello que hizo
sobre las Hurdes, comarca tan bella, nos echó una losa encima para los restos.
Y digo yo que si no va siendo hora de que algún Buñuel, aunque sea con la vista
menos repartida, haga algo sobre los cerezos floreados, más que nada para
compensarnos de lo del otro. Extremadura ya se lo va mereciendo. Vamos, pienso
yo.