28-8-11
Un hatajo de individuos sin escrúpulos
(‘conditio’ consustancial en casi todo el que
se dedica a la política), tanto de la administración estatal, autonómica
o local, qué más da, impelidos por una insensatez trufada de irresponsabilidad,
han llevado a España al borde del precipicio económico. Dicho de otra manera:
con tal de mantenerse en el poder, ‘primum movens’ de sus vidas, nuestros
políticos de toda laya han gastado lo que no tenían y algo más: tirar con
pólvora del rey se llama esa figura. No tengo ni idea de tecnicismos
económicos, pero por lo visto, durante los próximos milenios, la mitad del
presupuesto nacional será destinado a pagar las deudas, dineros que dejarán de
ser usados para causas más nobles. Una locura. Lo malo es que todos se irán de
rositas, ay (tendría que haber un Tribunal Penal Internacional para estas
cosas).
Sigamos. En un rapto de cordura, viendo que
la manirrotez (calidad de manirroto) de los políticos no tiene remedio (es como
el fototropismo de las plantas), los máximos dirigentes de los dos grandes partidos,
que representan al noventa por ciento de la ciudadanía, han decidido poner un
límite a los desmanes. Pero no un límite cualquiera, que dice mi hermano que la
vaca que se salta una vez la pared, se la vuelve a saltar otra vez. Han
acordado llevar el asunto a la Constitución, o sea, que, aunque sea un renglón,
hay que reformarla.
Uno, claro es, se alegra mucho de la cosa.
Por dos razones: por el acuerdo en sí, y por constatar que, ante un caso de
emergencia nacional, sí, los partidos mayoritarios, al fin, han sido capaz de ponerse
de acuerdo. (Otros gallos nos hubieran cantado, de haber hecho algo parecido en
circunstancias similares.)
Pero no es oro todo lo que reluce. ¡Quieren
reformar la Constitución sin contar con la ciudadanía! Y por ahí no estoy
dispuesto a pasar. Yo, y mucha gente. Encabezados, claro está, por un nutrido
grupo de diputados que siempre están al loro de los sentires populares, Llamazares
a la cabeza: qué tíos, qué olfato. Es que es un clamor, oiga. Es que, desde que
el asunto saltó a la palestra, no se habla de otra cosa. Hasta mi padre, que no
se entera de nada (está sordo como una tapia), ha llegado a casa con el cantar:
“Lo han dicho en la plaza”. No digamos en el centro de salud donde trabajo. En
las salas de espera no habido otro tema de conversación esta semana, que me
enteraba yo cada vez que entraba o salía un paciente: “Franco nos tuvo cuarenta
años sin votar y estos nos quieren hacer lo mismo”, entró diciendo uno que
nació después de morirse Franco. Hasta en el partido de la Supercopa ésa, que,
para no perder la costumbre ha ganado el Barcelona, ay, nada más marcar el de
siempre, en medio de la celebración, un tío, con voz ‘ostentórea’, lo dijo bien
clarito: “Queremos votar la reforma constitucional”, momento en que arreciaron
los aplausos.
Quisieran parecerse a Felipe, que, por una
chulería, ya lo sé, nos regaló un referéndum innecesario, el de la OTAN, aunque
para ganarlo hubieron de soltar aquella venenosa y repugnante serpiente: “Si no
votamos, nos quitarán las pensiones” (juro por mi conciencia y honor haberlo
escuchado).