Que uno sepa, soy el único escribidor de periódicos que le ha dedicado un encendido artículo a un puente, al Vasco de Gama, sobre el Tajo portugués, asombrosa maravilla donde las haya. Es que, ya está dicho, me fascinan las grandes obras de ingeniería, tras de las cuales está, claro es, mi admiración por las personas que las realizan, entre las que no se encuentran, gran pena de mi corazón, ni Belén Esteban ni Paquirrín: ingenieros, arquitectos, geólogos, físicos, químicos, biólogos y por ahí seguido, hasta llegar al del botijo, de perentoria labor, pues que no hay quien trabaje con sed por muy grandes que sean sus conocimientos. Es tal mi fascinación, ya digo, que de vez en cuando, me acerco andando desde mi pueblo a contemplar el puente, o viaducto, sobre el Almonte, A-66, que por lo visto inauguró una novísima técnica de construcción. Desde la orilla del agua, me dedico a admirar su grandiosidad, tal que si me encontrase en los interiores de una iglesia monumental.
Pero no crean ustedes que acaba ahí la cosa. Cada vez que atravieso con el coche una de esas imponentes catedrales viales, siento una gratificante sensación: me siento, sí, como dignificado. Satisfacción que se ve aumentada cuando me acuerdo de que tan formidables fábricas (consúltese DRAE) han sido posibles gracias a la contribución de la ciudadanía, servidor incluido. Y me digo para mis adentros que eso de pagar impuestos no es tan malo, sino todo lo contrario (sí, ya sé que no son buenos momentos para la lírica tributaria), pues que son muchos los grandes logros que se consiguen con ellos: muchos hospitales, muchas escuelas, muchas carreteras, muchas becas (gracias a las cuales estoy aquí, benditas sean), muchas cosas buenas, en fin.
Y sigo viaje más contento que unas castañuelas, que a lo mejor no son las castañuelas las que están contentas, sino la persona que las toca. Hasta que la radio, mi inseparable compañera, me devuelve a la cotidianidad y lleva mi cabeza por otros derroteros menos agradables, dónde va a parar: cuando me doy cuenta de que mis impuestos también sirven para pagar a cientos de miles de políticos inservibles, prescindibles, que han despilfarrado los caudales públicos del modo más insensato que imaginarse pueda. Ah, esas miles de consejerías; ah, esos millones de direcciones generales; ah, esa inservibles Asambleas Autonómicas con sus miles de diputados ¡liberados¡ Y entonces me pongo como una moto y blasfemo en arameo (aprendí arameo para blasfemar), y empieza a salirme veneno por un colmillo, mayormente cuando me doy de bruces con la realidad: un país rico llevado al borde del colapso, en cuatro días como el que dice, por la incuria y la inepcia y la insensatez de unos cuantos. Pa matarlos. O al menos para meter entre rejas una buena temporada a un buen avío de ellos, que ya está bien de irse de rositas, joder. (Perdonen una vez más, pero no puedo evitar referirme a lo ya referido en estas páginas con anterioridad. Lo de Serrat: “Que la tierra cayó en manos de unos locos con carné”. Creo vivamente (Julián Marías dixit) que una buena parte de los políticos están zumbados, que empieza por zeta, como el segundo apellido del patrón de los zumbados.)